El buen rey
Hubo una vez, hace mucho mucho tiempo, un conde. Este conde gobernaba el pueblo donde había nacido, crecido, jugado, reído y llorado desde que tenía uso de razón. Era un pueblo bastante insignificante y tenía muy poca importancia dentro del gran ducado al que pertenecía. A pesar de ello, el conde no ansiaba más poder y estaba muy contento con lo que poseía e intentaba hacerlo lo mejor posible.
Pasaron algunos años y el conde, ya cansado de que su duque le dijera como tenía que gobernar su querido condado, abdicó.
El problema surgió cuando los habitantes se dieron cuenta de que había que decidir quien sería el nuevo conde ya que el anterior no dejaba descendientes que pudieran ocuparse del cargo.
Por otro lado, a vistas del duque, eso fue lo más beneficioso de todo ya que pudo mandar a alguien que consideraba capacitado para que lo gobernase y, más importante todavía, que le era totalmente fiel.
El nuevo hombre, llevaba de forma extraordinaria los asuntos de gestión y economía del pueblo ya que había sido formado en las mejores escuelas para ello. Además, se había traído consigo a los mejores consejeros que consiguió encontrar de su antigua corte y, de esa manera, poder presentar una cuentas fiables a su gran y poderoso duque y que éste le felicitara por su gran labor.
En un primer momento, todos estaban bastante contentos con un conde tan ilusionado y trataron de instruirle en las cosas que funcionaban en un pequeño pueblo de montaña como era el suyo. Ante esto, y como buen dirigente, se sentaba a escuchar lo que tenían que decir pero no los oía; también asentía con la cabeza cuando le proponían algo pero no lo realizaba.
Finalmente, se terminaron cansando de sus falsas promesas y dejaron de ir a hablar con él. De modo que el granero nuevo que el pueblo necesitaba por si venía un invierno más duro de lo habitual, jamás se construyó.
Muchos pueblerinos pensaron que para vivir así, vivirían mejor en la gran ciudad y hasta allá se trasladaron. Otros, sin embargo, seguían intentando arreglar las cosas ya que se habían pasado toda su vida en el pueblo y no querían que gente de la gran ciudad destrozara toda su belleza. Pero seguían sin conseguir que los escucharan.
Cada vez que iban a su sala de audiencias, no hacían más que repetirles lo mal que había estado llevando las cosas el anterior conde. Y los del pueblo, viendo la situación, se daban cuenta de que administraban bien unas cosas pero mal otras. Con lo que sabían que en realidad los problemas no se habían arreglado, sólo los habían trasladado o cambiado de manos.
Y seguía sin escucharles.
Pasaron algunos años y el conde, ya cansado de que su duque le dijera como tenía que gobernar su querido condado, abdicó.
El problema surgió cuando los habitantes se dieron cuenta de que había que decidir quien sería el nuevo conde ya que el anterior no dejaba descendientes que pudieran ocuparse del cargo.
Por otro lado, a vistas del duque, eso fue lo más beneficioso de todo ya que pudo mandar a alguien que consideraba capacitado para que lo gobernase y, más importante todavía, que le era totalmente fiel.
El nuevo hombre, llevaba de forma extraordinaria los asuntos de gestión y economía del pueblo ya que había sido formado en las mejores escuelas para ello. Además, se había traído consigo a los mejores consejeros que consiguió encontrar de su antigua corte y, de esa manera, poder presentar una cuentas fiables a su gran y poderoso duque y que éste le felicitara por su gran labor.
En un primer momento, todos estaban bastante contentos con un conde tan ilusionado y trataron de instruirle en las cosas que funcionaban en un pequeño pueblo de montaña como era el suyo. Ante esto, y como buen dirigente, se sentaba a escuchar lo que tenían que decir pero no los oía; también asentía con la cabeza cuando le proponían algo pero no lo realizaba.
Finalmente, se terminaron cansando de sus falsas promesas y dejaron de ir a hablar con él. De modo que el granero nuevo que el pueblo necesitaba por si venía un invierno más duro de lo habitual, jamás se construyó.
Muchos pueblerinos pensaron que para vivir así, vivirían mejor en la gran ciudad y hasta allá se trasladaron. Otros, sin embargo, seguían intentando arreglar las cosas ya que se habían pasado toda su vida en el pueblo y no querían que gente de la gran ciudad destrozara toda su belleza. Pero seguían sin conseguir que los escucharan.
Cada vez que iban a su sala de audiencias, no hacían más que repetirles lo mal que había estado llevando las cosas el anterior conde. Y los del pueblo, viendo la situación, se daban cuenta de que administraban bien unas cosas pero mal otras. Con lo que sabían que en realidad los problemas no se habían arreglado, sólo los habían trasladado o cambiado de manos.
Y seguía sin escucharles.
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